sábado, 13 de abril de 2013

Cuento



Cuando estudié en el preescolar hice muchos amigos, amigos de infancia, de esos que nunca se olvidan, y que te marcan de por vida. Tenía un amigo que era demasiado especial para mí. Solíamos, todas las tardes, salir al parque a jugar, o a hacer alguna actividad juntos. Cuando salí del preescolar él recorrió un sendero distinto al mío. Sus padres lo inscribieron en un liceo público al otro lado de la ciudad y más nunca supe nada de él.

Años después me lo conseguí. Ya me había graduado y él también, imagino. Lo vi de lejos, me acerqué  y le sonreí… él lloró. No me esperaba esa reacción. Rompió en llanto y me abrazó, se mantuvo por un minuto en esa posición y en ese estado de depresión; temía interrumpir su desahogo, y a la vez sentía pena de preguntar qué le pasaba, pero tuve la valentía de hacerlo.

-          -Valentín, ¿Qué te ocurre?
-          -¿Has hablado alguna vez con nuestros excompañeros del preescolar?
-          -No, hace mucho tiempo que no. Pero, ¿por qué lloras y me abrazas?
-          -Porque todos están muertos men, todos han sido asesinados, y nunca pude despedirme de ellos, por eso me despido de ti, antes de que te lleven también.

POR UNA VENEZUELA SIN VIOLENCIA.
Juan V. L.

martes, 2 de abril de 2013

El Boxer



Todo lo imagino borroso cuando trato de recordarlo. Nada es nítido. Contaba cinco primaveras cuando sucedió; puede ser la razón. Mi capacidad de recordar eventos es pésima, o quizás mi subconsciente no lo quiere inmortalizar. Sé que amaba montar patineta a esa edad, se los puedo decir. Solía reunirme con mis primas a lanzarnos de cuclillas o sentados en bajada por largas horas. Caracas, Las Mercedes. Parecían las tres de la tarde; o quizá las nueve de la mañana. La gente “enpijamada” saliendo de sus casas a trote hacia la calle al escuchar los gritos me hace dudarlo. Eran ensordecedores mis gritos, llorosos. Pero no tanto como los de mi prima Daniela.

                Solo era una patineta para tres primos. Daniela, la mayor, tenía seis años, pero un temperamento de una mujer de treinta. Nathalia, era menor que Daniela pero mayor que yo, con seis años. Yo era el menor entonces. Llevábamos ya tiempo jugando a lo mismo. Te lanzas, entregas la patineta al siguiente y así íbamos. Viviendo la inocencia de la infancia, donde no piensas en nada, no te fijas en nada, ni en ningún peligro, y menos en el siguiente.

                Camioneta negra, grande, GIGANTE me parecía a mí. La vimos estacionarse en la mismísima bajada en la que estábamos jugando. Las personas se bajaron del auto, y entraron a la casa más cercana justo al frente, una casa hermosa y gigante que solía tener un parque de juegos, en el que siempre nos infiltrábamos sin permiso alguno, y un tigre falso en la entrada, del cual nunca agarre confianza temiendo que el tigre “despertara” de su sueño y me mordiera. Notamos que los dueños de la camioneta dejaron los vidrios bajos, y cuando los señores se perdieron de nuestra vista, apareció una bestia color negro dentro de la camioneta. Asomaba la cabeza por la ventana, ladraba, respiraba muy rápido y siempre con la lengua afuera. No me preocupe por el can en el momento, sin embargo, hoy  día, cuando mencionan un “pit-bull” mis sentidos se agudizan. Saludamos al perro los tres muy cordialmente, sin acariciarlo porque éramos muy cortos para el tamaño de la camioneta. Les recuerdo, cinco años.

                Era mi turno.

                Agarre la patineta, subí hasta el tope de la colina, me senté, y me lancé.

Rodé quizá unos 5 segundos, que pasaron cual rayo. Para mí era muy rápido la velocidad que tenía. Pase de largo la camioneta a mi derecha, el perro no me dejo de mirar. Ahora sé que me observaba cual hueso. Trate de desacelerar y use mis pies. La patineta se me fue hacia atrás, mis rodillas hacia adelante, fue lo primero que impactó contra el suelo, luego mis manos. Boca abajo quede. Solté un leve chasquido mostrando cierto dolor y cierta vergüenza. Todo esto en cuestión de un segundo. Inmediatamente escuche dos cosas que aceleraron mi corazón, en este mismo orden.

                Ladrido.

                Grito.

No logré voltearme. Sentí un impacto como si el colchón de tu cama te hubiese caído encima. No sabía si el perro jugaba conmigo, o me trataba de herir. Solo sé que estaba asustado, y mucho. Me volteo rápidamente, pero no lo suficiente para evitar que la bestia me hiciera una hendidura con su uña en mi cuello. Forceje con el can. Utilicé mis manos para aguantar el peso y empecé a gritar como jamás lo hice. Nathalia se montó en un carro lo más rápido que pudo mientras gritaba, me contaron. Me di cuenta que no era un juego. No recuerdo cuentas veces me mordió, o cuantas veces me rasguñó la cara ese pit-bull, estaba muy pequeño.

Recuerdo mi sangre en sus patas. La entera cuadra salió al oír los gritos. Vi gente empijamada. Daniela fue muy valiente. Agarró la patineta y empezó a golpear al perro. El perro hizo caso omiso. Dani corrió en busca de ayuda a la casa a la que entraron los señores. Salió el chófer del carro y trató de levantarme con el perro aún encima, pero le fue imposible. El perro le causó heridas graves en la mano al conductor. El chófer sigo forcejeando hasta que en un punto casi se daba por vencido. Mi vida estaba pendiendo de un hilo. Pero la historia no termina aquí. Si no, no estarías leyendo esto. Yo estaba entre dormido y despierto para lo próximo que sucedió, no lo recuerdo bien. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el lavamanos y me lavaban un poco las heridas. Vi mi cara roja en el espejo y rápido cerré los ojos. No pude ver más. Corrimos a la camioneta. Montados a cien por hora, nos dirigimos al urológico de San Román. Emergencia. Quirófano. … … …

Abro los ojos, rodeado de familiares, de regalos y de lágrimas, aún vivo. Cubierta toda mi cara por vendas y gasas. Mis padres volaron desde Chichiriviche hasta el urológico en un dos por tres. Salí del hospital 2  días después. Mis hermanas me contaron lo siguiente.

Mi vida fue salvada por un bóxer. Un perro que apareció tal cual de la nada. Un perro que había sido visto en el vecindario una o dos veces, pero que era dueño de la calle. Era marrón. Me acuerdo de haberlo visto en el pasado, o en mis sueños. Ahorita no lo sé. El perro corrió hacia el pit-bull, me lo sacudió de encima, peleó con el pit-bull. El chofer me levantó del suelo; fue la única manera en que lo pudo haber hecho, y me llevó a casa de mis hermanas, lugar donde me estaba quedando.

Ese bóxer lo había visto antes en el vecindario, lo saludaba, le ofrecía mis cariños y el me gruñía, pero al final aceptaba mis caricias. Amé esa raza a partir de ese día.

Muchos me han preguntado cómo pude sobrevivir a semejante ataque. Los doctores no supieron explicarlo. Tenía tan sólo cinco años. Entre 400 y 500 puntos en la cara. Perdí mucha sangre, pero aquí estoy. Al pit-bull lo sacrificaron los policías. Los dueños pagaron mi operación. El dolor pasó, la cicatriz cerró, la experiencia quedó y agradezco mi vida día a día a ese bóxer.

El bóxer murió desangrado por mí. Hoy sé que no era un perro. Ya hubo alguien que murió por nosotros… por qué no otra vez.

Juan V. L.