Leyendo hoy el capítulo segundo de Crimen
y Castigo, de Fiódor Dostoyevsky, me llamó la atención un personaje, Piotr
Petróvich Luchin (prometido de la hermana del protagonista, Raskólnikov).
Postulaba, ante este último y dos compañeros suyos, que la mejor manera de
contribuir con el crecimiento económico y moral de la sociedad, era preocuparse
por uno mismo; decía que solo encerrándose en el mundo de los propios intereses
podía uno ser útil a la comunidad. Al leer esto me asaltó un pensamiento: el
hombre que se propone estar solo, se
vuelve menos humano.

Ya se han visto muchos casos, y se ha escrito suficiente, acerca de lo
que significa y conlleva la despreocupación en cuanto al propio entorno social
–aunque esté disfrazada de ese “quiero ayudar a los demás así”–. En resumen, la
persona
–esté
en la situación que esté– que se aísla, pierde poco a poco la sensibilidad
hacia lo ajeno, la capacidad de identificación con el sufrimiento de los demás,
y, finalmente, termina por transformarse en un elemento solitario dentro de una
maquinaria que debe operar como un conjunto de partes que conforman un todo
sensible.
Sal a la calle y podrás verlo: cómo aquel peatón suelta sin querer
algo en medio de la calle y nadie se detiene a ayudarlo; cómo aquel conductor
pasa por el hombrillo de la autopista mientras otros hacen la cola; cómo aquel
anciano va de pie en el autobús y nadie le ofrece su asiento… Todas son
manifestaciones de la misma enfermedad, con la que estamos ya familiarizados.
Que existe una indolencia que acaba con la solidaridad, lo comprobamos con
angustia día tras día. Y a la luz de éstas afirmaciones es necesario
preguntarnos: ¿Es justificable la propuesta de Luchin, de actuar siempre por
propio interés? ¿No es acaso esto egoísta?


Cuando se empieza a examinar a fondo –aunque sea un poco– eso que nos parece el bien propio, nos damos cuenta del
sentido de la verdadera amistad y de la caridad. Porque entendemos que ese
bien, que creíamos ver sólo en nosotros, se encuentra en la donación personal
que mencionábamos al principio. Y de pronto encontramos tanta gratificación
cuanto más salgamos de la burbuja. Claro que se va lento, como una tortuga
sacando la cabeza del caparazón para ver si no hay peligro.

Sólo reconociendo el bien propio en el común a todos, y, en especial,
en ese que generalmente tenemos más cerca, veremos la luz de una verdadera
sociedad que, basada en la amistad y en el amor, se alzará sobre cualquiera que
pretenda hacer ver al hombre como un elemento aislado y solitario desde su
concepción.
Diego García.