Leyendo hoy el capítulo segundo de Crimen
y Castigo, de Fiódor Dostoyevsky, me llamó la atención un personaje, Piotr
Petróvich Luchin (prometido de la hermana del protagonista, Raskólnikov).
Postulaba, ante este último y dos compañeros suyos, que la mejor manera de
contribuir con el crecimiento económico y moral de la sociedad, era preocuparse
por uno mismo; decía que solo encerrándose en el mundo de los propios intereses
podía uno ser útil a la comunidad. Al leer esto me asaltó un pensamiento: el
hombre que se propone estar solo, se
vuelve menos humano.
Una sociedad basada en el egoísmo me resulta vacía. El hecho de que se
conciba que el amarse a uno sobre todo lo demás; el buscar ante todo el interés
personal; en una palabra, el encierro en uno mismo, pueda llevar a un
desarrollo saludable individual y colectivo, es indicio claro de que se ha
perdido el verdadero sentido de la donación personal.
Ya se han visto muchos casos, y se ha escrito suficiente, acerca de lo
que significa y conlleva la despreocupación en cuanto al propio entorno social
–aunque esté disfrazada de ese “quiero ayudar a los demás así”–. En resumen, la
persona
–esté
en la situación que esté– que se aísla, pierde poco a poco la sensibilidad
hacia lo ajeno, la capacidad de identificación con el sufrimiento de los demás,
y, finalmente, termina por transformarse en un elemento solitario dentro de una
maquinaria que debe operar como un conjunto de partes que conforman un todo
sensible.
Sal a la calle y podrás verlo: cómo aquel peatón suelta sin querer
algo en medio de la calle y nadie se detiene a ayudarlo; cómo aquel conductor
pasa por el hombrillo de la autopista mientras otros hacen la cola; cómo aquel
anciano va de pie en el autobús y nadie le ofrece su asiento… Todas son
manifestaciones de la misma enfermedad, con la que estamos ya familiarizados.
Que existe una indolencia que acaba con la solidaridad, lo comprobamos con
angustia día tras día. Y a la luz de éstas afirmaciones es necesario
preguntarnos: ¿Es justificable la propuesta de Luchin, de actuar siempre por
propio interés? ¿No es acaso esto egoísta?
Recuerdo el disgusto que me produjo el escenario de La Metamorfosis de Franz Kafka –no pretendo
profundizar en su contenido sino en la situación que presenta–. Aún puedo
imaginar con tristeza cómo Gregorio (o eso en lo que se convierte) se retuerce
en la desidia de su habitación inmunda; adolorido, hambriento; su padre lo
aborrece, su madre siente repugnancia hacia él. Su hermana, la única que se
ocupa de él, ya ni siquiera se interesa por saber cuáles son las comidas que
disfruta; o si prefiere los muebles en tal o cual posición –¡su propia
hermana!–. Intenta comunicarse, pero en vez de palabras emite chillidos
intolerables a los oídos de los demás… De su propia familia… Al final,
eso termina siendo quien se quita a sí mismo la oportunidad del trato
afectuoso, un insecto, incapaz de comunicarse. Porque el ser humano es más que realizar funciones
básicas; comprende más que todo el trato con personas que comparten nuestra
misma naturaleza. Y en
esto le tomo la palabra a Savater, en que el hombre se humaniza humanizando, con el
trato.
Por fuerza debemos –nos lo exige esa nuestra naturaleza de animal
social, como dijo Aristóteles– esforzarnos por salir de nuestra burbuja. Si
bien la mayor parte de las cosas que suceden a otros –sean buenas o malas– no
tienen nada que ver con nosotros, basta muchas veces con una palabra, un
brevísimo gesto, para hacer sentir mejor a ese que está al lado. No se le pide
a nadie que sea voluntario en Haití, ni que se una a la Cruz Roja, ni que se
vaya a misionar en África (aunque todo esto sería estupendo). Lo necesario no
es un gran esfuerzo, un paso gigante. Conviene más ese pequeño y brevísimo
gesto, que, a diario, y en conjunto, se vuelve magno.
Cuando se empieza a examinar a fondo –aunque sea un poco– eso que nos parece el bien propio, nos damos cuenta del
sentido de la verdadera amistad y de la caridad. Porque entendemos que ese
bien, que creíamos ver sólo en nosotros, se encuentra en la donación personal
que mencionábamos al principio. Y de pronto encontramos tanta gratificación
cuanto más salgamos de la burbuja. Claro que se va lento, como una tortuga
sacando la cabeza del caparazón para ver si no hay peligro.
Antes sería difícil imaginar gratificante esperar en la cola, ceder el
puesto en el autobús; pero ahora que podemos entender todo esto mas allá del
sencillo deber de hacerlo, que se nos enseña desde niños, reconocemos en
cualquier acto por el estilo, por pequeño que sea, un verdadero bien, para
nosotros y para el colectivo. Y podríamos hasta llegar a comprender cómo,
voluntariamente, nuestras madres decidieron llevarnos nueve meses dentro de
ellas (un desentendido, como quizás lo éramos tú y yo, pensaría: ¡Qué fastidio
todo aquello! ¡Qué locura!).
Sólo reconociendo el bien propio en el común a todos, y, en especial,
en ese que generalmente tenemos más cerca, veremos la luz de una verdadera
sociedad que, basada en la amistad y en el amor, se alzará sobre cualquiera que
pretenda hacer ver al hombre como un elemento aislado y solitario desde su
concepción.
Diego García.
RESULTA MUY GRATIFICANTE Y HASTA ESPERANZADOR VER COMO GENTE JOVEN COMO ESTE CHICO SE TOMA UN RATO DE SU JOVEN VIDA PARA ALEGRARNOS EL ALMA Y RECORDARNOS QUE SE PUEDA VIVIR MEJOR, CON UNA SONRISA, UN BUENOS DIAS , CEDER ELPASO Y HASTAACOMPANAR A ALGUN ANCIANO QUE ANDE SOLOPORLA VIDA.GRACIAS AMIGO POR SU VIRTUD.
ResponderEliminar"La Felicidad del hombre solo se haya custodiada detrás de la entrega total al servicio de los demás";
ResponderEliminarEl Amor: motor del mundo, razón de la vida, no es mas que la búsqueda de la felicidad del otro, fuente de nuestra propia felicidad;
La civilización del amor...
No creo que exista nada por lo que tenga mas sentido hablar y escribir, vivir y morir que por esta verdad...Gracias Diego por la valentía de escribir y recordarnos este mensaje tan actual como urgente...un abrazo, y espero pronto leer otro artículo