jueves, 27 de septiembre de 2012

Indiferencia y soledad.




Leyendo hoy el capítulo segundo de Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoyevsky, me llamó la atención un personaje, Piotr Petróvich Luchin (prometido de la hermana del protagonista, Raskólnikov). Postulaba, ante este último y dos compañeros suyos, que la mejor manera de contribuir con el crecimiento económico y moral de la sociedad, era preocuparse por uno mismo; decía que solo encerrándose en el mundo de los propios intereses podía uno ser útil a la comunidad. Al leer esto me asaltó un pensamiento: el hombre que se propone estar solo, se vuelve menos humano.

Una sociedad basada en el egoísmo me resulta vacía. El hecho de que se conciba que el amarse a uno sobre todo lo demás; el buscar ante todo el interés personal; en una palabra, el encierro en uno mismo, pueda llevar a un desarrollo saludable individual y colectivo, es indicio claro de que se ha perdido el verdadero sentido de la donación personal.

Ya se han visto muchos casos, y se ha escrito suficiente, acerca de lo que significa y conlleva la despreocupación en cuanto al propio entorno social –aunque esté disfrazada de ese “quiero ayudar a los demás así”–. En resumen, la persona                 –esté en la situación que esté– que se aísla, pierde poco a poco la sensibilidad hacia lo ajeno, la capacidad de identificación con el sufrimiento de los demás, y, finalmente, termina por transformarse en un elemento solitario dentro de una maquinaria que debe operar como un conjunto de partes que conforman un todo sensible.

Sal a la calle y podrás verlo: cómo aquel peatón suelta sin querer algo en medio de la calle y nadie se detiene a ayudarlo; cómo aquel conductor pasa por el hombrillo de la autopista mientras otros hacen la cola; cómo aquel anciano va de pie en el autobús y nadie le ofrece su asiento… Todas son manifestaciones de la misma enfermedad, con la que estamos ya familiarizados. Que existe una indolencia que acaba con la solidaridad, lo comprobamos con angustia día tras día. Y a la luz de éstas afirmaciones es necesario preguntarnos: ¿Es justificable la propuesta de Luchin, de actuar siempre por propio interés? ¿No es acaso esto egoísta?

Recuerdo el disgusto que me produjo el escenario de La Metamorfosis de Franz Kafka –no pretendo profundizar en su contenido sino en la situación que presenta–. Aún puedo imaginar con tristeza cómo Gregorio (o eso en lo que se convierte) se retuerce en la desidia de su habitación inmunda; adolorido, hambriento; su padre lo aborrece, su madre siente repugnancia hacia él. Su hermana, la única que se ocupa de él, ya ni siquiera se interesa por saber cuáles son las comidas que disfruta; o si prefiere los muebles en tal o cual posición –¡su propia hermana!–. Intenta comunicarse, pero en vez de palabras emite chillidos intolerables a los oídos de los demás… De su propia familia…  Al final, eso termina siendo quien se quita a sí mismo la oportunidad del trato afectuoso, un insecto, incapaz de comunicarse. Porque el ser humano es más que realizar funciones básicas; comprende más que todo el trato con personas que comparten nuestra misma naturaleza. Y en esto le tomo la palabra a Savater, en que el hombre se humaniza humanizando, con el trato.

Por fuerza debemos –nos lo exige esa nuestra naturaleza de animal social, como dijo Aristóteles– esforzarnos por salir de nuestra burbuja. Si bien la mayor parte de las cosas que suceden a otros –sean buenas o malas– no tienen nada que ver con nosotros, basta muchas veces con una palabra, un brevísimo gesto, para hacer sentir mejor a ese que está al lado. No se le pide a nadie que sea voluntario en Haití, ni que se una a la Cruz Roja, ni que se vaya a misionar en África (aunque todo esto sería estupendo). Lo necesario no es un gran esfuerzo, un paso gigante. Conviene más ese pequeño y brevísimo gesto, que, a diario, y en conjunto, se vuelve magno.  

Cuando se empieza a examinar a fondo –aunque sea un poco– eso que nos parece el bien propio, nos damos cuenta del sentido de la verdadera amistad y de la caridad. Porque entendemos que ese bien, que creíamos ver sólo en nosotros, se encuentra en la donación personal que mencionábamos al principio. Y de pronto encontramos tanta gratificación cuanto más salgamos de la burbuja. Claro que se va lento, como una tortuga sacando la cabeza del caparazón para ver si no hay peligro.
Antes sería difícil imaginar gratificante esperar en la cola, ceder el puesto en el autobús; pero ahora que podemos entender todo esto mas allá del sencillo deber de hacerlo, que se nos enseña desde niños, reconocemos en cualquier acto por el estilo, por pequeño que sea, un verdadero bien, para nosotros y para el colectivo. Y podríamos hasta llegar a comprender cómo, voluntariamente, nuestras madres decidieron llevarnos nueve meses dentro de ellas (un desentendido, como quizás lo éramos tú y yo, pensaría: ¡Qué fastidio todo aquello! ¡Qué locura!).

Sólo reconociendo el bien propio en el común a todos, y, en especial, en ese que generalmente tenemos más cerca, veremos la luz de una verdadera sociedad que, basada en la amistad y en el amor, se alzará sobre cualquiera que pretenda hacer ver al hombre como un elemento aislado y solitario desde su concepción.



Diego García.