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Cuando hace siete años cerré la última página de Guerra y Paz, pensé que por fin había logrado concluir algo en mi vida. "En este libro", me decía, "has leído cualquier libro posible". Y es que allí se daba todo: la ironía; la visión que Dios puede tener del mundo contenida en ese narrador que lo sabe todo de los movimientos externos del mundo y de las inquietudes interiores de sus componentes; el valor infinito de un personaje al que el autor no dedica más de ocho líneas en ese millar y medio de páginas apretadas y que con pocos adjetivos y el contenido de una frase descubre toda su dignidad; la belleza de Natasha, que no es perfecta, que con el tiempo se marchita para convertirse en una mujer de mediana edad y caderas anchas que más tarde dormirá en el río inmenso de la Historia; etc.
Cuando ya pensaba que todo estaba hecho, resulta que comienzo la lectura de Infancia, adolescencia, juventud, también de Lev Tolstoi, mucho más breve que la anterior, pero con la misma verdad, con esa capacidad de llenarte de asombro porque una niña de tres años rompe a chillar, asustada, cuando le muestran el cadáver de la madre del autor, esa mujer inmensamente dulce apenas tres días antes, pero a la que advino la muerte; o porque el protagonista, niño de diez años, hace el ridículo por no saber bailar una mazurca, y se revuelve asombrado de que el universo entero no llore de rabia con él, sabedor también de ese fracaso. Y todo con la dulzura del lenguaje de estos rusos, donde la mujer llama a su esposo "querido amigo", sin importarle sus deudas en el juego o que la haya dejado en el campo para verse él libre en la ciudad; donde al extraño se le llama "papaíto" y se llora por su desgracia. Es un libro extraordinario.
J. Aranguren
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