Recuerdo que a pocos meses de asumir su
cargo como seleccionador nacional, Richard Páez solía bramar ante los medios de
comunicación con una petición inusual: quería una reunión con el Presidente de
la República, es decir, con el mismísimo Hugo Chávez. Y a quien lo interpelaba
procurando conocer los motivos de esa peculiar entrevista, le espetaba siempre
la misma respuesta: “Es que el fútbol en nuestra época es un asunto de Estado”.
Por aquel entonces –principios del nuevo milenio- nadie imaginaba que el
exfutbolista y médico traumatólogo iba a ser el artífice de un boom sin
precedentes en la historia de nuestro fútbol y que todos los políticos, como
suelen atribuirle a Mahoma, ya no esperarían que la montaña acudiera a ellos,
sino que ellos mismos irían a la montaña. La montaña, en este caso, vestía de
vinotinto y gracias a una serie de victorias resonantes contra otros
seleccionados de la Conmebol se había convertido en una cumbre apetecible por
nuestros más connotados alpinistas. Por obra de Páez y sus “lanceros”, empezó a
difuminarse una larga historia de fracasos y humillaciones en el deporte más
popular del mundo, acaso sintetizadas en la escueta frase del recordado
dirigente brasileño Joao Saldanha: “El fútbol venezolano es un chiste”.
Sin embargo, en sólo unos años, esa
selección que había sido durante décadas el hazmerreír de sus adversarios
devino pronto en un dolor de cabeza para sus similares en el continente: en las
eliminatorias del mundial Corea-Japón (2002), Venezuela derrotó de manera
convincente y con una sólida propuesta futbolística a Uruguay, Chile (primera
victoria como visitante), Perú y Paraguay. Y en el año 2004 obtuvo, quizás, su
triunfo más resonante hasta la fecha: el 0-3 en Montevideo pasaría a ser
recordado en la historia de estas competiciones como “El centenariazo”, en
clara alusión a la célebre victoria de los uruguayos en el Maracaná durante la
Copa del Mundo de 1950.
Pero
haber puesto fin a la cadena de reveses no fue el mayor de los logros de esa
oncena vinotinto. En un país agobiado por una severa polarización política, la
selección nacional se convirtió en uno de los pocos referentes unitarios
indiscutibles. Y cada uno de los intentos de querer llevar esa crispación al seno
de nuestro combinado ha fracasado hasta ahora. A diferencia de otros símbolos y señas de
identidad que aluden a parcialidades políticas, llevar la franela vinotinto es
sinónimo de consenso, de armonía y de sentido de pertenencia hacia una causa
que, sabemos, nos trasciende desde el punto de vista individual y cuenta aún
con la fortuna de no ser juzgada con recelo por ninguno de nuestros
coterráneos.
Después del primer boom vinotinto y,
sobre todo, tras la Copa América de 2011 (que inició un segundo boom) se
hicieron patentes, sin embargo, un par de demonios que la vinotinto y sus
seguidores deberán tratar de exorcizar a toda costa. El primero es el
triunfalismo, sin duda una actitud nefasta no digamos en el deporte sino en
cualquier tipo de contienda: creerse ganador antes de tiempo –dice un amigo
mío- no es sólo hacer frente a la desilusión como le sucede al optimista, sino
también exponerse al ridículo. Esperar lo mejor y prepararse para lo peor sigue
siendo un consejo válido en este tipo de escenarios. El otro es el nacionalismo
exacerbado: ningún juego de fútbol puede servir como pretexto para incubar
sentimientos de odio hacia otro país, o para dar cobijo al insulto procaz (este
último casi siempre guarecido en el anonimato que proveen las redes sociales)
hacia los seguidores del rival de turno. Esto no significa que no tengamos que
hacernos respetar cuando se nos ofenda desde la acera contraria: es dable
esperar que cada Faitelson encuentre su Richard Méndez que le calle la boca y
cada Ortigoza un Miku que le dé su coñazo…
El gran Jorge Valdano acuñó alguna vez
una frase que siempre es traída a colación por los “filósofos” del balompié: El
fútbol es un estado de ánimo. En cierto modo, la cita es también oportuna
cuando se quiere hablar de la identidad de un país. ¿Cómo pasar de una
mentalidad perdedora a otra victoriosa? ¿Cómo vencer los atávicos complejos de
inferioridad que sentimos al rivalizar, en cualquier terreno, con alguna gran
potencia que nos ha doblegado históricamente? ¿Cómo mantener la unión de un
grupo y hacer que éste prevalezca sobre las diferencias y los intereses
individuales? Son preguntas que, a pesar de algunos tropiezos, la vinotinto ha
podido responder con acierto. Le resta a la sociedad venezolana, y
especialmente a sus élites dirigentes hacer lo propio.
Después de todo: ¿No sería ése el verdadero “asunto de estado” del que hablaba Richard?
Jesús Suárez
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