martes, 30 de julio de 2013

La Vinotinto, un asunto de Estado.


Recuerdo que a pocos meses de asumir su cargo como seleccionador nacional, Richard Páez solía bramar ante los medios de comunicación con una petición inusual: quería una reunión con el Presidente de la República, es decir, con el mismísimo Hugo Chávez. Y a quien lo interpelaba procurando conocer los motivos de esa peculiar entrevista, le espetaba siempre la misma respuesta: “Es que el fútbol en nuestra época es un asunto de Estado”. Por aquel entonces –principios del nuevo milenio- nadie imaginaba que el exfutbolista y médico traumatólogo iba a ser el artífice de un boom sin precedentes en la historia de nuestro fútbol y que todos los políticos, como suelen atribuirle a Mahoma, ya no esperarían que la montaña acudiera a ellos, sino que ellos mismos irían a la montaña. La montaña, en este caso, vestía de vinotinto y gracias a una serie de victorias resonantes contra otros seleccionados de la Conmebol se había convertido en una cumbre apetecible por nuestros más connotados alpinistas. Por obra de Páez y sus “lanceros”, empezó a difuminarse una larga historia de fracasos y humillaciones en el deporte más popular del mundo, acaso sintetizadas en la escueta frase del recordado dirigente brasileño Joao Saldanha: “El fútbol venezolano es un chiste”.

Sin embargo, en sólo unos años, esa selección que había sido durante décadas el hazmerreír de sus adversarios devino pronto en un dolor de cabeza para sus similares en el continente: en las eliminatorias del mundial Corea-Japón (2002), Venezuela derrotó de manera convincente y con una sólida propuesta futbolística a Uruguay, Chile (primera victoria como visitante), Perú y Paraguay. Y en el año 2004 obtuvo, quizás, su triunfo más resonante hasta la fecha: el 0-3 en Montevideo pasaría a ser recordado en la historia de estas competiciones como “El centenariazo”, en clara alusión a la célebre victoria de los uruguayos en el Maracaná durante la Copa del Mundo de 1950.

Pero haber puesto fin a la cadena de reveses no fue el mayor de los logros de esa oncena vinotinto. En un país agobiado por una severa polarización política, la selección nacional se convirtió en uno de los pocos referentes unitarios indiscutibles. Y cada uno de los intentos de querer llevar esa crispación al seno de nuestro combinado ha fracasado hasta ahora. A diferencia de otros símbolos y señas de identidad que aluden a parcialidades políticas, llevar la franela vinotinto es sinónimo de consenso, de armonía y de sentido de pertenencia hacia una causa que, sabemos, nos trasciende desde el punto de vista individual y cuenta aún con la fortuna de no ser juzgada con recelo por ninguno de nuestros coterráneos.

Después del primer boom vinotinto y, sobre todo, tras la Copa América de 2011 (que inició un segundo boom) se hicieron patentes, sin embargo, un par de demonios que la vinotinto y sus seguidores deberán tratar de exorcizar a toda costa. El primero es el triunfalismo, sin duda una actitud nefasta no digamos en el deporte sino en cualquier tipo de contienda: creerse ganador antes de tiempo –dice un amigo mío- no es sólo hacer frente a la desilusión como le sucede al optimista, sino también exponerse al ridículo. Esperar lo mejor y prepararse para lo peor sigue siendo un consejo válido en este tipo de escenarios. El otro es el nacionalismo exacerbado: ningún juego de fútbol puede servir como pretexto para incubar sentimientos de odio hacia otro país, o para dar cobijo al insulto procaz (este último casi siempre guarecido en el anonimato que proveen las redes sociales) hacia los seguidores del rival de turno. Esto no significa que no tengamos que hacernos respetar cuando se nos ofenda desde la acera contraria: es dable esperar que cada Faitelson encuentre su Richard Méndez que le calle la boca y cada Ortigoza un Miku que le dé su coñazo…

El gran Jorge Valdano acuñó alguna vez una frase que siempre es traída a colación por los “filósofos” del balompié: El fútbol es un estado de ánimo. En cierto modo, la cita es también oportuna cuando se quiere hablar de la identidad de un país. ¿Cómo pasar de una mentalidad perdedora a otra victoriosa? ¿Cómo vencer los atávicos complejos de inferioridad que sentimos al rivalizar, en cualquier terreno, con alguna gran potencia que nos ha doblegado históricamente? ¿Cómo mantener la unión de un grupo y hacer que éste prevalezca sobre las diferencias y los intereses individuales? Son preguntas que, a pesar de algunos tropiezos, la vinotinto ha podido responder con acierto. Le resta a la sociedad venezolana, y especialmente a sus élites dirigentes hacer lo propio.

 Después de todo: ¿No sería ése el verdadero “asunto de estado” del que hablaba Richard?

Jesús Suárez

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