Cada líder venezolano ha mostrado características propias distintas
entre sí: la imprudencia del general Castro con la prudencia del general Gómez;
el demócrata incompleto (Medina) con el demócrata completo (Gallegos); el mando
de militares, el gobierno de civiles. Todo notable en nuestra historia
republicana, en la historia de una Venezuela impaciente, indecisa,
desequilibrada.
Y aquel desequilibrio ¿a qué se debe? A la figura heroica que se le ha
dado o que se ha tomado para sí el líder principal, el intento de Bolívar que
una y otra vez desea sacar a un pueblo de la desgracia pero que lo estanca, lo
degrada aún más. Aquel líder de cuarteles que manda, no gobierna; aquel ser
ambicioso, cegado por la posibilidad de poder; o aquel líder, casi mágico, que
decepciona y se contradice contra su propia ideología; aquel civil, que no responde
a las necesidades básicas de nuestro país.
Pero al llegar el momento del cambio, la situación esperada por la
desesperanzada suerte política venezolana, se esfuma como el viento; se
llega a creer nuevamente que el mando venezolano lo tiene quien manda, con mano
dura; no quien gobierna, con eficacia e inteligencia.
Nuestra historia lo demuestra en un caso muy particular. Me refiero a la
desdichada situación de Diógenes Escalante, en el que todos guardábamos grandes
esperanzas, en la que la unión política venezolana al fin se veía resuelta; en
el hombre que tras trazar un proyecto para la reconstrucción venezolana, un
proyecto democrático, dispuesto a sacar a Venezuela de sus desgracias, se ahogó
en ellas primero
Sus intentos fallidos para ser presidente fueron dos, a causa del
militarismo tachirense, y una tercera a causa de su locura, la locura que
despedazó la democracia que se intentaba implantar con Rómulo Bethancourt,
aquella que llego a su pronto fin cuando éste le dio un golpe de Estado a
Medina e intentó establecerse fracasadamente con la corta presencia del gran
escritor Rómulo Gallegos; aquella de la que no vemos fruto alguno en la
actualidad.
Pero centrémonos en la locura de nuestro personaje, muy bien trazada y
definida por Francisco Suniaga en su libro el Pasajero de Truman; aquel
Diógenes capaz, correcto y trabajador que por varias contrariedades termino
perdiendo la cabeza, aquel ser que se sintió acosado en sus últimos años por la
presencia y opresión de la política venezolana, de la corrupción en nuestros
decadentes periodos presidenciales que lo llevo a la locura y a la obligación
de verse incapacitado para la lucha constante de “héroes” que nunca terminan
convenciendo, que gran parte de las veces resultan ser una decepción.
Es que la política es un juego de poder donde todo está dispuesto a ser
cogido por la mano dura, para aquel que juegue sólo por la necesidad de saciar
su ambición. Y la ambición mata, la ambición enloquece y fue la que la llevó a
Diógenes a terminar en la locura, en una situación indigna para una persona tan
respetada.
El poder, aquel que todo ser humano desea, termina trastornando nuestros
ser, confrontando a uno con su yo interno, llevándolo a la desesperación, al
precipicio, por exceso de ambición y por la imposibilidad de verla saciada.
Gabriel Capriles
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