Con lágrimas en los ojos la dolida madre se acerca a la ventana. Otro
día más en que sus hijos siguen peleando. Grita y llora, pero entre tanto ruido
y alboroto, nadie la escucha. Triste y cabizbaja regresa al sofá. No se atreve
a encender la televisión, y se echa a dormir para escaparse temporalmente de la
realidad. Pero al ser madre que ama infinitamente a sus hijos, no logra
conciliar el sueño.
Decide tomar el control del televisor, y temerosa, lo enciende. Necesita
noticias de sus hijos. Va pasando lentamente de canal, y a la misma velocidad
se desvanece su esperanza, al observar que los medios callan, y deciden
transmitir cosas “más importantes”. Se pregunta qué está pasando, intentando
buscar dentro de sí una respuesta que le dé un poco de tranquilidad.
Lamentablemente, no la consigue. No se explica porque sus hijos han sido
abandonados.
Con tristeza y una gran decepción, apaga el televisor y decide acercarse
de nuevo a la ventana. De este modo captaré mejor la verdad, piensa. Apoyada
sobre el balcón, observa una realidad que le parte el alma: sus hijos están
peleando entre sí. A pesar de ser hermanos, se odian. Desconocen su origen
común, y no recuerdan todo el tiempo que convivieron juntos y en paz. La madre,
aunque se siente culpable, sabe que el odio no fue sembrado por ella, sino por
uno de sus hijos envenenado de desprecio a sus hermanos. Ahora, gracias al odio
de uno, mis hijos están en bandos, dice entre sollozos.
¿Cómo podré sacar esa espina de maldad clavada en el corazón de mis
hijos?, se pregunta. La respuesta no es fácil. Le pide al Cielo luces, y
empieza a gritar: hijos míos, no me hieran más de lo que estoy, únanse,
quiéranse, ámense. A pesar de sus esfuerzos, siente que nadie la escucha.
Dirige su mirada hacia aquellos que profesan el odio y la violencia, y no se
atreve a pronunciar palabra. La maldad de su corazón la confronta con sus
lágrimas y sufrimientos.
Con el corazón roto de dolor al ver a algunos de sus hijos llenos de
odio, empieza a escuchar piropos de parte de un buen número de personas.
Extrañada, gira la cabeza rápidamente y se da cuenta de que ¡son sus hijos!,
que le prometen curar su dolor y secar sus lágrimas. Llena de esperanza, les
lanza un beso y les da ánimos, al mismo tiempo que les hace una petición muy
concreta: no creen más división entre ustedes, queridísimos. No me sigan
partiendo el corazón en dos, que quiero tener uno sólo, y entero. Sáquense la
espina del odio que este pobre hijo mío ha clavado en sus corazones, y dense
cuenta de que aquí todos somos hermanos, hijos de esta madre que los quiere infinitamente.
¡No me defrauden, espero mucho de ustedes!
Antes de regresar a la sala, les vuelve a lanzar un beso, mientras
piensa: ¡aquí está la esperanza! ¡Aquí está el futuro!
Alberto Minguet
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