Escribiré – glosando un mensaje del papa emérito Benedicto XVI para la
XVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales – sobre un tema un poco olvidado,
y aún menos querido, en nuestra sociedad actual: el silencio.
“Deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un aspecto del
proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a veces se olvida
y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la relación entre el
silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse,
alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda
cercanía entre las personas”. En muchas ocasiones, recorremos la vida en un
continuo monólogo – interior y exterior – que impide un verdadero diálogo – de
tú a tú, sin “anonimato” – con los demás, pretendiendo a toda costa que éstos
nos escuchen sin darles el derecho que tienen de ser escuchados, lo que al fin
y al cabo impide la cercanía entre las personas. Por lo tanto, y aunque sea un
ejercicio difícil, debemos encontrar un “justo medio” entre el silencio y la
palabra ya que “cuando estas realidades se excluyen mutuamente, la comunicación
se deteriora, ya sea porque provoca un cierto aturdimiento o porque, por el
contrario, crea un clima de frialdad”. Sin el silencio no existen palabras con
densidad de contenido.
En una sociedad reverberante, rápidamente cambiante y ruidosa, no hay
tiempo ni lugar para plantearse la importancia del silencio, y es que
precisamente necesitamos estar en silencio para plantearnos esa
interrogante.
“En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace
y se profundiza el pensamiento”. No parece exagerado afirmar que el hombre
actual tiene una gran crisis de conocimiento propio y de reflexión interior, lo
que tiene como punto final la crisis de valores que hoy vivimos: si se
desconoce la pequeñez e inclinación al mal que todos los hombres tienen por
naturaleza, no se lucha contra ello y se termina justificando cualquier acción
delictuosa; porque o se vive como se piensa, o se termina pensando como se
vive.
Es el silencio el ambiente propicio para plantearnos las preguntas
últimas de la existencia humana: ¿Quién soy?, ¿Qué sentido tiene mi vida?, ¿Qué
debo hacer?; así como para “favorecer el necesario discernimiento entre los
numerosos estímulos y respuestas que recibimos, y para reconocer asimismo las
preguntas verdaderamente importantes (…) El hombre no puede quedar satisfecho
con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de
experiencias de vida”, sino que tiene que ir más allá, siempre en búsqueda de
verdades que den sentido y esperanza a su existencia.
En el silencio también aprendemos a amar a los demás de una manera
delicada, olvidándonos de nosotros mismos. “Callando se permite hablar a la
persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer
aferrados sólo a nuestras ideas”. De esta manera, la relación humana se hace
más plena. “En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos
de la comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del
rostro, el cuerpo como signo que manifiestan a la persona (…) del silencio, por
tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y
la capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las
relaciones”.
En la sociedad actual se hace necesaria una reivindicación del silencio,
invitando a la gente a hacer silencio – no solo exterior, sino interior – lo
“que, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que
permite a quién se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse
al camino de respuesta que Dios ha escrito en su corazón”.
Alberto Minguet
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