Querido Julio:
Te escribo para contarte
que, después de tanto tiempo, pude ver a aquella señora que me mencionaste en
nuestra última conversación; esa que va por nuestra cuadra con la cabeza baja,
con la mirada perdida y que tiene fama de “mala gente”, como decimos aquí en
Venezuela.
Tuve el atrevimiento de
acercármele, con el fin de indagar un poco en su vida, en su soledad. Apenas me
vio venir, noté que su cuerpo adoptó la conocida actitud de “huida o lucha”,
por la descarga de adrenalina que toda situación de peligro desencadena. Su
primera reacción fue acelerar el paso, a lo que yo respondí de igual manera; y
al alcanzarla lo que me dijo – sin levantar apenas la cabeza – fue: “aléjese de
mí, ¿acaso le importo?”.
Esa interrogante planteada
- ¿acaso le importo? – me despertó aún más la curiosidad por entrar en su
intimidad: necesitaba saber qué la había convertido en esa persona árida que es
hoy en día. Y, a pesar de la antipática bienvenida, me atreví a decirle: “sólo
quiero hablar un momento con usted, hacerle unas cuantas preguntas”. Al
contrario de lo que yo esperaba, la anciana levantó su cabeza y clavó sus azules
ojos en los míos; al instante, ante esa mirada que reflejaba sufrimientos y
experiencias de vida, capté que me daría unas cuántas lecciones. Ya estaba
abierto un boquete en su “caparazón”, ya me había dado un pase a su
intimidad.
Con sus manos temblorosas
y desgastadas por el tiempo, tomó mi brazo izquierdo y, acercándose poco a poco
a mi oído, empezó a dar cátedra de vida, diciéndome: “hijo, yo he sido víctima
de una de las más terribles enfermedades que padece el mundo y sus habitantes”.
Ante tanta experiencia de vida, yo no me atrevía a decir nada y en un silencio
expectante ansiaba que completara la frase. No tardó mucho en retomar la
conversación y pronunciar dos palabras: “la indiferencia”. Luego, como si
hubiese dicho algo indebido, bajó la cabeza y, clavando la mirada en el suelo,
aceleró el paso y se marchó rápidamente.
Al contrario, mi paso era
muy lento, quizá por ir pensando en la gran lección que me acababa de dar esta
pobre mujer. Lo primero que se me vino a la mente fue un artículo de un
psiquiatra - ¿recuerdas aquellos tiempos en que nos gustaba esa rama de la
medicina? – sobre el tema de la indiferencia, en donde, según mis notas, decía:
“la indiferencia es un error básico de la mente y conduce a la insensibilidad,
la anestesia afectiva, la frialdad emocional y el insano despego psíquico (…)
La indiferencia, en el sentido en el que utilizamos coloquialmente este
término, es una actitud de insensibilidad y puede, intensificada, conducir a la
alienación de uno mismo y la paralización de las más hermosas potencias de
crecimiento interior y autorrealización. La indiferencia endurece
psicológicamente, impide la identificación con las cuitas ajenas, frustra las
potencialidades de afecto y compasión, acoraza el yo e invita al aislacionismo
interior, por mucho que la persona en lo exterior resulte muy sociable o
incluso simpática”. Definitivamente, hermano, nuestra “amiga” tenía razón: es
una de las más terribles enfermedades que padece el mundo y sus habitantes.
A partir de esta
conversación, caí en cuenta de que este mal es el responsable de muchas de las
atrocidades que están ocurriendo en nuestro país y en nuestro planeta.
Últimamente he visto muchos videos de gente haciendo filas kilométricas y, en
algunos casos, hasta dándose golpes por comprar algún kilo de comida en
nuestros supermercados, y ¿qué puede ser eso sino “anestesia afectiva, frialdad
emocional y la paralización de las más hermosas potencias de crecimiento
interior y autorrealización”?
Quizá esta letal y a veces
incurable enfermedad se ha introducido en nosotros por lo mucho que hemos
sufrido, ya que “la indiferencia es a menudo una actitud neurótica,
auto-defensiva, que atrinchera el yo de la persona”, lo que, al fin y al cabo,
nos ha llevado a despreciar sistemáticamente al otro, lo que se refleja, por
ejemplo, en los miles de asesinatos acaecidos en los últimos años y en la
descarada corrupción del actual gobierno.
Pero lamento decirte que
este mal no sólo afecta al país, sino a todo y a todos a nuestro alrededor. La indiferencia
es un veneno altamente mortal, que actúa poco a poco, hasta llegar a paralizar
nuestro corazón y nuestra alma, nuestras más hermosas potencias de crecimiento
interior y autorrealización. Y recuerda que muchos malos viven del miedo – de
la indiferencia – de muchos buenos.
Definitivamente, como decía la Madre Teresa de Calcuta, “la mayor
enfermedad hoy día no es la lepra ni la tuberculosis sino más bien el sentirse
no querido, no cuidado y abandonado por todos. El mayor mal es la falta de amor
y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino que vive al lado de la
calle, asaltado por la explotación, corrupción, pobreza y enfermedad”.
Te confieso que no tengo una receta específica y mágica para curar
este gran mal, pero quizá hay que empezar por preocuparse operativamente – es
decir, con obras – un poco más por los otros, y no girar en torno a nosotros
todo el tiempo. De lo que sí estoy seguro es que, si logramos erradicar esta
enfermedad - al menos en aquellos más cercanos a nosotros – habremos
contribuido enormemente al progreso de nuestro país y del mundo.
Estaré eternamente agradecido a Dios por esta lección de vida que
me ha dado, sirviéndose de una anciana de espectaculares ojos azules.
Con mucho cariño,
Alberto Minguet
http://letrasplasmadas.blogspot.com/
aminguet1193@gmail.com
@AMinguetC
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